Hace diez años (y semanas) que vine a vivir a Bélgica. Hace poco más que me dijeron “Si quieres el trabajo, es tuyo. Solamente tienes que estar en Bruselas el primer día hábil de 2009”. Hice mis maletas, poniendo mi vida en el compacto espacio de los límites de equipaje de las aerolíneas.
Volando vía Madrid, ahí esperé unas horas para tomar mi vuelo a Bruselas. Aterricé en Bruselas por ahí de las 11 de la noche en el último día de 2008. Para cuando llegué a la que sería mi casa por varios años, mientras abría la puerta, los fuegos arrificiales que anunciaban el nuevo año habían comenzado. Fue un comienzo poético, diría cualquiera, ¿cierto?.
Luego hubo que descubrir todo: el pequeño espacio de mi nueva casa, el transporte, el supermercado, la nieve y el frío, un idioma completamente nuevo y un trabajo demandante también.
Recuerdo que los primeros meses volvía a casa con dolor de cabeza. Recuerdo haber caminado en la nieve por primera vez. Recuerdo darme cuenta de que aunque ahora vivía en un país de la Unión Europea, las etiquetas de los productos no tenían una traducción al español (por alguna razón pensé que sería así). La oficina era un espacio eficiente, callado y con muy buen café.
Hice las visitas de fin de semana obligadas: Amberes, Brujas, Gante, etc. El trabajo me mandaba a otros países también, incluido un viaje a Lima del que casi no vuelvo porque mi identificación belga estaba todavía en trámite y por poco no me dejan subirme al avión para volver a Bruselas.
Mientras yo me reinventaba, nada se detuvo. México siguió su curso y yo lo miraba de lejos, a través de las páginas de los periódicos principales. Viajando dos veces por año, comparando, quejándome y volviendo a Bruselas. Me habían dado una oportunidad de oro y ante eso, hay que aprovechar ("ten cuidado con lo que deseas porque se puede hacer realidad...").
Me enamoré, me desenamoré, salí con Fulano y con Sutano también. Hice amigas/os nuevos. Pocos, de los que “valen”. Seguí siempre mirando a mi México y cocinando una que otra cosa con la “despensa” de productos mexicanos que traigo de cada viaje al D.F. Mi país y yo fuimos cambiando, creciendo, aprendiendo (y no). Nada se detuvo, nada estuvo ni ha estado en pausa.
Y sí, me he perdido un montón de cosas importantes estando lejos. Al mismo tiempo, y a nivel individual, aprendí más acerca de mi, acerca de cómo se reinventa una persona cuando acepta el reto de estar lejos del país de origen: soledad, enfermedades, cómo resolver los retos logísticos más simples y cómo dar con esa cosa que en México sé en dónde comprarla y aquí no... Elegir vivir en un país que no es el tuyo es comenzar de cero. Es muy divertido, pero al mismo tiempo es un reto que es difícil de explicar.
Y el idioma. Por unos años pensé que me podía saltar aprender francés porque el plan era volver después de dos años y en Bruselas casi todo el mundo habla inglés (¡o español!). Pero un día me decidí y me puse a estudiar. Todavía me avergüenzo mucho cuando tengo que hablarlo, pero soy capaz de expresarme (y la pobre gente con la que hablo, de entenderme). Ensayo lo que tengo que decir y en mi cabeza suena perfecto, luego abro la boca y ahí la realidad es diferente y la pronunciación deja mucho que desear.
Tuve tambien la oportunidad de conocer una forma más local de ver Bélgica. También me di cuenta de qur igual que las flores, los humanos también podemos marchitarnos. Que podemos ser presos de nuestras costumbres y que la libertad nos aterra.
Y extraño las sonrisas y los saludos cálidos de mi México. Y aprecio la seguridad porque es la que camino después de las 10 de la noche en casi toda Bruselas. Y extraño a mis hermanos y a mis padres. Y me gusta saber que reciclo la basura y que es una pequeña contribución para el mundo de mañana (¡ojalá lleguemos!). Y los viernes quisiera comerme 3 tacos al pastor. Y cada vez que como papas a la francesa (“frites”), les pongo su salsa “andalouse” y las disfruto “como enana”. Y hablo menos o más con mi gente en México, pero los quiero como hace más de 10 años. Y me sigue gustando mi trabajo y ahora soy la persona con más antigüedad en la oficina. Y he comprado tortillas y chiles secos en euros (¡¿qué?!) y he comido esos productos mexicanos que estaban a punto de expirar (¡o que ya estaban vencidos!). Y me gusta la tranquilidad de los domingos por la tarde en Bruselas que son un buen momento para tomarse un té y ver una película. Y tengo una lista obligada de cosas por hacer cada vez que voy a México. Y me gustan los rincones bruselinos que me salen al paso y que todavía, después de 10 años, sigo descubriendo. Y es difícil estar lejos cuando alguno de mis afectos en México está sufriendo.
No tengo un plan definido. He dejado de la vida fluya. Siempre recuerdo que no me fui de México de manera forzada y que las personas y los lugares que amo están ahí. También sé que no estoy sola, que estoy “a un click de distancia” de los “míos de allá” (¡gracias tecnología!).